Melancolía de los leones

Mi hijo es poco exigente en lo que a diversiones se refiere. Él se contenta con poder salir de la casa y variar su rutina tras una semana de clases. No le importa ir todos los fines de semana al mismo parque a jugar, o ver los mismos animalitos en el microzoológico de nuestra ciudad. Niño al fin, es fácil de contentar.

Durante mi infancia  yo también disfrutaba sobremanera mis visitas al Parque Watkin, las esperaba con ansias. Mi abuelo cortaba la corteza del pan cada día y la guardaba en un cartucho para que el fin de semana me diera gusto alimentando a los patos del estanque.

Mucho se comentó, durante el inicio del Periodo Especial (años 90), sobre las misteriosas desapariciones de algunos de sus animales. Los rumores afirmaban que los peces y patos habrían terminado alimentando a no pocas familias de la zona. Y el caso del avestruz que no se ablandaba “por mucha olla de presión que se le diera” terminó por convertirse en motivo de escarnio hacia los ignorantes ladrones, que no tenían la menor idea de que aquel pájaro enorme no fuera comestible.

Nunca pude comprobar la veracidad de tales rumores pues en esos momentos era apenas una chiquilla y no se me había activado el gen del periodismo. Pero luego de rebasada la etapa más crítica de aquellos años difíciles, se comenzó a correr la voz de que el parque estaba siendo mejorado con la llegada de nuevos inquilinos. Yo, madre aún en estreno, me alegré de antemano al imaginar los futuros paseos cuando mi bebé creciera y estuviera en capacidad de disfrutar lo que tan feliz me hizo a su edad.

Volver ya adulta, llevando a Alejandrito, provocaba por tanto una suerte de emociones y nostalgias, sumadas a la curiosidad por el reencuentro con aquel lugar de mis recuerdos.

Así, hace poco más de dos años, volví, y el parque me pareció pequeño, casi diminuto comparado con la impresión que guardaba, lógicamente permeada por el asombro y el modo único de ver el mundo en edades tempranas.

Paco, ese mono enamorado (que ya debe ser centenario), seguía con su mal carácter peleando desde su jaula con los visitantes que intentaban “levantarle” a las novias. Las carpas, los patos, nuevas y coloridas aves, los leones, el avestruz, la hiena, el búfalo, los chivitos…estaban ahí. Lo encontré todo hermoso, cuidado, recién pintado.

Claro, el parque había recibido una reparación en fecha reciente, y esto lo confirmaba un reportaje publicado por el semanario Girón y el noticiero infantil de TV Yumurí (puede ver el video aquí). Su reapertura recibió toda la cobertura mediática que ameritaba. Luego…se hizo el silencio más absoluto.

TE VUELVO A VER…DOS AÑOS DESPUÉS

Han transcurrido dos años desde que el parque fuera objeto de atención mediática tras la afortunada inyección de recursos económicos que ayudaron a restablecer su vitalidad. Aún asisto con cierta frecuencia, acompañada por Alejandrito, que sigue siendo un niño fácilmente impresionable y alegre con cualquier bobería que lo saque de su rutina. Pero no disfruto mis visitas al amado parque de mi infancia.

La primera dificultad me la encuentro siempre en la mismísima puerta de entrada de la instalación. Allí, abanicándose con cierta desidia, espantando las moscas y el aburrimiento mientras espera la llegada de su próxima víctima, está Ella.

Ella, la vendedora de juguetes emocionalmente distante, impasible ante el caos que ocasiona en los pequeños con su mesita de armar y desarmar llena de caramelos, galleticas y otras chucherías, así como de juguetes “traídos de afuera” y otros que se comercializan en la red nacional de tiendas recaudadoras de divisas.

Si usted es de esos padres que no entiende cómo resulta posible que los juguetes baratos se agoten con tanta rapidez, aquí está la clave: la mayor parte de las veces van a parar casi de inmediato a manos de estos revendedores que luego explotan el bolsillo de sus conciudadanos elevándoles el precio indiscriminadamente.

Ale, que no entiende de esas cosas especulativas, siempre se antoja de alguno. Durante nuestras visitas al Hospital Pediátrico, que padece también de esta especie de plaga, yo solía salir de semejante aprieto explicándole a mi bebé (entonces con dos años) que aquellos lindos y deseables juguetes estaban llenos de “bichos”, que si los tocaba se iba a enfermar (espero que cuando crezca sepa perdonarme tamaña mentira).

Pero ahora, con sus casi siete años cumplidos, ya ese cuento no me sirve y tengo que recitarle una historia más apegada a la verdad: que cuestan mucho dinero, que mamá no tiene tanto, que no puede…

Al principio aquello me costó más de una perreta, pero luego se fue acostumbrando y, aunque sigue quedándose hipnotizado frente a la mesita repleta y colorida, ya no hay lágrimas. Claro, siempre me lo pide, como esperando que algún día se le cumpla el antojo, pero mi hombrecito acepta el no con más resignación y luego, para consolarme (y consolarse), me da lecciones sobre cómo debo «trabajar más para que la gente me dé mucho dinero», una explicación que creo que recibió de su papá una de esas ocasiones en las que lo sacó a pasear.

Con el disgusto fresquito, tras la última escena de Ale codiciando inocentemente un carrito, un robot, un Power Ranger de los que había en la mesita, me senté en un banco del parque mientras Ale recorría las jaulas.

Al poco rato pasó junto a mí, en una pataleta tremenda, de esas espectaculares que nadie puede ignorar, un pequeñito de unos tres años casi llevado a rastras por su papá que repetía el estribillo esgrimido por mí un rato antes «no se puede, no se puede». No hace falta explicar más ¿verdad?

Yo, con disgusto, dije en voz baja «esto no es fácil». Junto a mí alguien de pronto expresó «ya nosotros estamos cansados de quejarnos respecto a esa situación». No me había dado cuenta, metida como siempre en mis pensamientos, de que a mi lado en el banco se había sentado una señora mayor. «Ella no está autorizada a poner su mesa en la entrada, se lo hemos dicho mil veces, pero no nos hace caso. La autorizaron para ponerla en la esquina pero poco a poco se ha ido corriendo y ya no hay modo de sacarla de ahí.»

Ciertamente, recordé, años atrás la mesita de venta estaba casi al final de la acera. Se trata de uno de esos cambios que se hacen de modo tan disimulado y gradual que casi pasan inadvertidos. Mi cabeza automáticamente empezó a llenarse de preguntas ¿quién autoriza a los revendedores? ¿bajo qué resolución?

«Dudo que ella tenga licencia para revender juguetes o dulces», comenté entonces, «eso no existe entre las opciones de empleo aprobadas. Un inspector es lo que haría falta aquí.» Ambas callamos un instante, visualizando mentalmente la situación hipotética y poco probable de la repentina llegada de un inspector a la zona…

Por sus palabras ya intuía que se trataba de una trabajadora del parque, así que mi gen de periodista se activó y empecé a curiosear detalles sobre el funcionamiento del parque. La primera pregunta que le lancé quizás estuvo  motivada por una vieja inquietud infantil: «¿Qué les dan de comer a los leones?»

COMIDA DE PERRO, COMIDA DE “GATO”

Fue el detonante…y el gesto que hizo con el rostro dijo más que su boca. «Bofe y tráquea», musitó brevemente, «lo traen del matadero», agregó. «¿Con qué frecuencia los alimentan?», volví a curiosear y esta vez el gesto que recibí fue más exagerado, con cejas enarcadas, mueca de los labios y una frase apenas contenida, casi desafiante, como quien lleva mucho tiempo ansioso por decirla: «una vez a la semana».

De inmediato mi mente saltó a sacar cuentas, imaginando a aquellos tres «gatos” enormes en ayuno forzoso durante más días de los que me siento capaz de soportar con mi (comparada) ligera complexión física. Casi pude verlos en mi cabeza desesperados, ansiosos… y luego apáticos, derrotados, echados desesperanzados y hambrientos en su jaula de cemento y hierro, víctimas de un maltrato inaudito.

«¿Solo una vez por semana?» Repetí como quien no logra creer lo que le dicen, esperando quizás que mi interlocutora rectificase alguna suerte de error pasajero.«Sí», confirmó aplastando mi intención de aferrarme a la lógica. «¡Alabao! Pobres animalitos…» exclamé entonces ya sin poder contener mi asombro, mi incredulidad (todavía) y el luego franco enojo.

«Yo soy la que recoge la basura acá en el parque, y cuando hago mis rondas por allá atrás por sus jaulas con mis sacos, hay que ver los saltos de alegría que dan porque creen que es hora de comer. Me da un dolor verlos así.»

No queda entonces más remedio que seguir inquiriendo por los demás infelices prisioneros. «¿Qué comen los patos? ¿Y los cocodrilos, los monos?» «Para los patos, maíz», me dijo, «los cocodrilos lo mismo que los leones y los monos comen lo que le dan los visitantes los fines de semana.»

Todavía luchando contra semejantes revelaciones, me aferraba a la razón. «Pero, ¿la empresa de Servicios Comunales no les trae comida?» «Sí, claro, pero esa “desaparece” el mismo día que entra.»

«¿Cómo es eso?», pregunté. «Por este barrio hay muchas personas que crían perros para pelear y esa comida de los leones está muy “llorada” acá. La venden, chica. Igual pasa con la de los patos.»

«Yo caigo mal porque no tengo miedo de decir las cosas», me asegura luego. «Mira, allá en esa jaula que ahora está vacía, habían muchísimos pájaros de diferentes tipos. Y ahora no hay ninguno…se desaparecieron ”misteriosamente”». Llegado a este punto de la conversación, no me resulta difícil imaginar el destino de las aves, conociendo su precio en la calle.

«Como trabajadora me duele ver cómo todo lo que se hizo hace dos años se ha perdido. Al principio recibimos mucha atención de las entidades estatales, pero luego poco a poco caímos de nuevo en el olvido, y claro está, el descontrol se adueñó de la instalación.»

Un señor mayor que cobra la entrada se acerca atraído por nuestra plática y le pregunta a su compañera «¿Viste como se perdieron los peces? Eran varios, de diferentes especies. Eso tiene que haber sido con una atarraya, no hay otro modo para que los sacaran tan rápido.»

«¿No tienen custodio en las noches?», cuestioné creyendo que ahí radicaba la causa del problema. «Claro que sí», me respondió él, «pero eso tiene que ser alguien de aquí adentro.»

Las insinuaciones ¿acusaciones? son serias a estas alturas, cuando escucho hablar del maltrato físico al que fue sometida una trabajadora por  parte de los “secuaces del administrador” por negarse a darle comida en mal estado a los leones.

«¿Tienen equipo de refrigeración para conservar los alimentos de los animales?», inquiero de pronto, para descartar una posible excusa de algún administrativo respecto a la desaparición de la comida el mismo día de su llegada. La respuesta es afirmativa. «¿Y es suficiente la comida?», pregunto entonces, para descartar otra posible excusa futura. «Pues existen irregularidades, a veces la cifra consignada en los documentos no concuerda con la real, pero durante la administración anterior, alcanzaba perfectamente para darles de comer todos los días…y aquellos leones estaban gorditos, lindos…no como ahora».

«¿Y la hiena?», indago. «Se murió», me informa mi interlocutora, y enseguida asumo que la pobre, a su edad, no resistió la dieta impuesta. No me atrevo a preguntar por el chivito al que mi hijo ofrecía hojas frescas un par de años atrás, para no descorazonarme averiguando que se convirtió en chilindrón. Tampoco averiguo por el avestruz…y para mis adentros calculo que sería difícil que la intentaran cocinar de nuevo tras la primera experiencia, así que asumo que se murió también ¿de hambre?

Ale, mientras tanto, corretea de un lado al otro recogiendo hojas de un inmenso árbol para ofrecérselas al burrito y al búfalo. Sobra decir que esa es la única comida que recibirán…nada de pastos o forrajes habrá para ellos, me explican.

«Dentro de poco los niños vendrán al parque solo a jugar, no a ver los animales», me dice mi improvisada entrevistada con un suspiro derrotista, mientras su compañero asiente en silencio.

No espero ni aspiro a que la Empresa de Servicios Comunales reconozca sus deficiencias en el cuidado y mantenimiento de sus parques infantiles, ni que el administrador del Parque Watkin reconozca los oscuros desvíos que sufre la comida de los animales, o el paradero de los desaparecidos, o las causas de muerte de los otros. Seguramente para todo habrá excusas, argumentos y explicaciones que cubran o disimulen los juegos turbios. Yo, que nada de esta conversación grabé, ni estaba en funciones oficiales de trabajo, me voy con las manos vacías. No habrá reportaje publicado en un periódico, sino apenas una crónica en un blog, a fin de cuentas no tengo más pruebas de las graves acusaciones escuchadas que estos, mis recuerdos de un diálogo que me deprimió casi tanto como aquellos leones que allí permanecen, melancólicos (y hambrientos).

Acá les dejo fotos del Parque Watkin…y algunas de las visitas de mi Alejo, a través de sus pocos años de vida.