Pero no me gusta

Escribir de lo que no me gusta se me antoja más complejo que hablar de lo que prefiero. Será por esta manía de ser positiva en la vida, de enfocarme en las cosas buenas y tratar de echar pa´ alante con ellas, minimizando lo malo sin ignorarlo, pero lo suficiente como para no permitir que me amargue la vida y seguir siendo feliz y alegre, como corresponde a la juventud. Sin embargo, cuando escribí el post  A mí me gusta, pensé oportuno hablar también de lo que se encuentra en el lado opuesto así que, allá va…

Si hay algo que no soporto es la mentira, la gente falsa que no puede siquiera mirarte a los ojos cuando habla, los que huyen la mirada y la agachan con disimulo o esconden con una sonrisa la falsedad de sus palabras, o los que conversan contigo escudados tras sus gafas oscuras  y no tienen ni la decencia de quitárselas para mirar a su interlocutor. Pero definitivamente los peores son los que te miran serio  y te mienten así, en tu cara, sin sonrojos ni angustias, porque son artistas del engaño.

Recuerdo que lo primero que no me gustó en la vida fue que mis padres fumaran, que mi papá trabajara casi todo el día y llegara cansado a la casa de noche, o que mi abuela se quejara del permanente dolor de la artrosis en su hombro izquierdo sin que nada ni nadie pudiera aliviarla. 

Detesto que me despierten bruscamente, que me den un «de pie» con apuro o que lo primero que escuche al abrir los ojos en la mañana sea «el despertador no sonó, se nos hizo tarde». Los cursos de bombero para vestirse en cinco minutos no son lo mío, prefiero poder remolonear al menos un ratico antes de lanzarme cama afuera a enfrentar la jornada.

Me sacan de quicio las colas, esas esperas interminables que la mayor parte de las veces se hacen de pie, y que pueden llegar a ser peores cuando, además, toca hacerlas bajo el radiante sol de este clima tropical…

Me molesta que las personas que se supone son trabajadores de servicio, se olviden de la razón de su trabajo y terminen por atenderte como si te estuvieran haciendo un favor, de mala gana y con pésimos modales.Me insulta que algunas de esas personas de servicio, especialmente los gastronómicos (tanto hombres como mujeres) sin conocerme me traten de «mi vida, mi cielo, mi amor», con una confianza que raya en la falta de respeto.

No me gusta la gente hipócrita, los arribistas, los de doble moral.

Detesto que alguien tenga la poca consideración de hacerme perder mi tiempo esperando por algo, tiempo que podía haber invertido en otra cosa. No soporto a esas personas que te dicen «voy llegando» cuando en verdad aún ni se han puesto en camino, o que te citan para una hora determinada y se aparecen dos horas más tarde, excusándose con cualquier cosa, sea cierta o no, estén verdaderamente apenados o no. Me incomoda más aún si, pudiendo hacerlo, no se tomaron la molestia de avisar que tardarían. Esos que no respetan ni valoran el tiempo ajeno, me exasperan.

Sufro cuando veo en televisión a un artista maldoblando un tema musical, cuando a un intérprete en vivo se le olvida la letra o se le va un gallo, si al actor se le olvida un diálogo o se despista,  o si se le va una pifia al locutor de turno en algún programa, show, acto, etc.

Me hace sentir muy mal que alguien haga el ridículo en mi presencia, es casi como si me sucediera a mi. Me molesta el doble no haber encontrado aún una palabra para expresar la vergüenza ante el ridículo ajeno… El idioma español, tan amplio, tan lleno de términos exactos para definir cada cosa, incluso con sinónimos de sobra para tener no se cuántos modos de decir lo mismo, se me quedó chiquito justo ahí, en esa definición que tanto necesito en mi vida cotidiana.

Me sulfuran las personas sin educación, los hombres que nunca escucharon hablar de los términos cortesía o caballerosidad, los que se hacen los bobos y miran afuera por la ventanilla de la guagua para no ceder el asiento, los que son incapaces de ayudar con la pesada jaba a alguien que realmente lo necesita, los que ofenden, maltratan o humillan a las mujeres. Y ya que estamos en eso, me sulfuran también, ya no importa si son hombres o mujeres, los que no tratan con consideración y respeto a sus semejantes, especialmente a los ancianos.

Me irrita la impunidad de algunas personas para abusar de los demás: los burócratas que pelotean a los usuarios que intentan hacer un trámite (solo porque no tienen ganas de trabajar); los que no te entregan completo el dinero del vuelto y te escamotean intencionadamente algunos centavos (y hasta más) con alguna excusa absurda, ridícula, increíble; los que andan en un carro estatal y se creen los dueños, y no recogen pasaje ni siquiera en los puntos establecidos para ello, con parada obligatoria. Pero me irrita más el que, siendo víctima, no se atreve a exigir sus derechos.

Me decepciona sentarme a ver una película y encontrar que se encuentra doblada al español…en ESPAÑA!! Señores, díganme si no es cierto:  ver una «peli» soportando aquello de  «joder, tío, no seas gilipollas» o «venga, hijo de la gran p***a» resulta agobiante en extremo…entre la velocidad y el acento con que hablan me resultan los diálogos a veces tan ininteligibles que es preferible arriesgarme con los subtítulos de la televisión cubana!!

Odié los chícharos desde la primera vez que mi mamá me sirvió un plato rebosante y me informó severa que no podría levantarme de la mesa hasta que no me lo comiera completo. Pasé casi 3 horas en aquella mesa de tortura mirando el espeso potaje amarillo, pero no lo toqué. Algo similar me ocurrió años más tarde con la harina de maíz, y aunque por casi obligación durante mis años de preuniversitario y universidad, tuve que comer chícharos millones de veces, nada ni nadie ha conseguido hacerme tragar una cucharada de harina de maíz, y solo la tolero alguiiiiito, si se trata de un buen tamal con chicharrones.

Me duelen las despedidas de las personas que quiero. Me entristece llegar al final de un libro que me gusta, descubrir que solo queda una última cucharada de helado en mi plato y que se me rompa o extravíe algún objeto de valor sentimental, como cuando misteriosamente se desapareció el billete de 50 pesos que guardé durante algunos años con celo, por ser el último dinero que me dio mi papá antes de morir. El me daba 50 pesos al mes, cuando yo estudiaba becada en La Habana, el mes en que murió no los gasté, los guardé indefinidamente, aferrándome de algún modo a aquello como si aquel pedacito de papel tuviera la magia suficiente como para hacerme sentir que acababa de dármelos el día anterior. Nunca supe quién tomó aquel billete sin imaginar el gran valor sentimental que para mi tenía.

La frase que menos me gusta es «En la vida hay que ser prácticos», especialmente por mi puñetera manía de andar siempre volando. No resisto los NO que mutilan sueños incluso antes de ser formulados, la intolerancia que lastima el alma o la incapacidad para abrazar una idea ajena y hacerla propia cuando lo amerite.

Señores, voy a parar, a fin de cuentas no tengo que hacer un inventario completo y no quiero que este post coja rumbos de catarsis, de todos modos cuando escribí sobre lo que me gusta, tampoco lo pude poner todo…sería demasiado extenso.