Octubre de flores, sombreros y estrellas

El mes de octubre tiene para los cubanos días tristes y días de gloria. Así lo recuerdo desde pequeña, cuando en la escuela me invitaban lo mismo a conmemorar el descubrimiento de América, el inicio de las guerras independentistas, llorar por los mártires del horrendo crimen de Barbados, celebrar la cultura nacional o a recordar a Camilo y Che, dos héroes que desaparecieron físicamente en este mes.

De todas aquellas efemérides, me emocionaban sinceramente las últimas. Me sentía impresionada por la grandeza de aquellos dos hombres a los que me enseñaron a respetar, admirar y querer casi desde que tuve uso de razón. Con cuatro años ya sabía explicarle a todo el que quisiera escucharme que “las montañas están llorando porque mataron al Che, el que nació en Argentina con una estrella en la frente” y le cantaba algunas veces al “de la gran sonrisa y sombrero alón”.
No pude jamás dejar de sentir aquella triste envidia por los que tuvieron la suerte de nacer y compartir su tiempo histórico. Tampoco depuse mi rencor hacia la muerte, ese concepto que en la infancia resulta a veces incomprensible, misterioso y atemorizante, que me arrebató para siempre la posibilidad de conocerlos, de vivir la increíble experiencia de escucharles hablar en alguna plaza, de compartir un trabajo voluntario o reír de una broma, y me forzó a conformarme con verlos en fotos y videos añejos, a leer en los libros sus anécdotas valientes.

Por un rato pretendí que estaba frente a ellos, los de verdad, cuando visité el Museo de la Revolución y me encontré aquellas figuras vestidas de verde olivo que aparecían, de pronto,  con tanto realismo que permitían olvidar que se trataba de una ilusión. Con expresión seria, como quien se encuentra ante algo muy sagrado, permanecí de pie un rato, con el corazón latiendo de prisa. Fue un homenaje pequeño que hice en silencio desde el corazón.

Crecí, pero seguí arrojando al mar aquellas flores, sin importarme que fuera una tradición casi exclusiva de los pioneros. Y recuerdo con exactitud el pedacito de acera donde esperé durante más de una hora junto a mis amigos de aula para ver pasar al Guerrillero Heroico y sus compañeros de lucha rumbo a su último sitio de descanso eterno en Santa Clara.

Aprendí a llevarlos en el alma, hice míos muchos de sus sueños y con ello logré revivirlos en buena medida. Habitan ahora el lado izquierdo de mi pecho y en octubre siento que justo ahí me duele un poco, como si recibiera un dulce abrazo apretado, un empujón de energía para seguir adelante con la adarga al brazo y la sonrisa franca.